lunes, 20 de marzo de 2017

¿Globalización vs Desglobalización?

Nueva Sociedad Nro. 156 Julio-Agosto 1998, pp. 54-71 

La globalización.
KLAUS BODEMER



Klaus Bodemer: investigador del Instituto de Estudios Iberoamericanos de Hamburgo. 

El término globalización es utilizado en distintos sentidos e interpretaciones, aunque pueden mencionarse elementos comunes a todas las versiones. La globalización no es un fenómeno nuevo, sino la intensificación de las transacciones transversales que hasta ahora se incluían en la llamada internacionalización. Hay acuerdo en que el núcleo globalizador es tecnológico y económico, abarcando las áreas de finanzas, comercio, producción, servicios e información. Un tercer elemento común a las versiones de la globalización consiste en la convicción de que cualquier intento de desacoplarse de este proceso está condenado al fracaso. Sin embargo, como lo demuestran las experiencias nacionales de apertura exitosa, de ello no se desprende que el Estado deba desvincularse del control sobre la vida económica. 

Hace más de un siglo y medio, Marx provocó al mundo burgués con célebres palabras: «Un fantasma recorre Europa: el comunismo». Hoy es otra la frase que está en boca de los líderes políticos, gerentes de empresas, trabajadores y científicos: «Un fantasma recorre el mundo: la globalización». Lamentable pero comprensiblemente, no existe ni una definición clara ni una teoría de la globalización. ¿Se trata entonces de nuevas tendencias evolutivas o sólo de una palabra de moda? En una primera aproximación al tema puede diferenciarse muy esquemáticamente entre dos vertientes de interpretación del fenómeno: una versión pesimista y una optimista. 

Para los pesimistas –sobre todo de izquierda– la globalización es la encarnación del mal. La globalización sería la constatación tardía de las profecías de Carlos Marx, o mejor de Hilferding («el capital financiero»), es decir del predominio del capital, el imperialismo, el poder hegemónico de una minoría sobre las mayorías que provocaría la marginación definitiva de las masas y de los países del Tercer Mundo. De acuerdo con esta versión, los procesos desencadenados por el «capitalismo salvaje» o el «capitalismo de casino» van a acelerar el fracaso definitivo del capitalismo, lo cual constituye en última instancia un consuelo para sus sostenedores. 

Una versión menos dogmática vincula la globalización al socavamiento del Estado de bienestar que resulta de la competencia en el mercado mundial, con la pérdida de empleos e ingresos y de la seguridad laboral y material, con la nueva pobreza, el aumento de la desigualdad, la inseguridad y la criminalidad, temiéndose una vuelta al capitalismo manchesteriano. La globalización se identifica con la pérdida de poder de los ciudadanos, la dictadura del capital, la desestatización, la despolitización y el retroceso de la democracia. Esta visión está muy extendida entre los sindicatos, los partidos de izquierda, el periodismo y los desocupados, pero también entre los científicos –según puede verse en el título de varios libros (Coch; Ahlfeldt; Martin; Bourguinat). En el mismo sentido apuntan algunas investigaciones periodísticas de semanarios como Newsweek (26/2/1996), que tituló «Killer Capitalism», y Der Spiegel (Nº 40, 1996), que habla de un «TurboKapitalismus». En síntesis, puede decirse que la perspectiva pesimista ve a la globalización como la causante de la competencia de localización, la desocupación creciente y la incapacidad de la acción estatal para proveer seguridad ante los riesgos sociales. 

La versión optimista, que encuentra sobre todo acogida entre los neoliberales, ve en cambio en los procesos de globalización el surgimiento de una nueva era de riqueza y de crecimiento con oportunidades para nuevos actores, para los hasta ahora perdedores y también para los pequeños países. Según esta visión, la globalización de la producción y los mercados mejora las oportunidades de acrecentar las ganancias a nivel mundial, sobre todo en las naciones industrializadas y en algunos de los países en despegue, aunque reconoce que agudiza las luchas distributivas a nivel nacional e internacional (Nunnenkamp). 

Se sostiene además que el impulso proveniente de los países en desarrollo es cada vez más importante para el crecimiento del comercio, las inversiones y las finanzas. De acuerdo con los datos del Banco Mundial, a mediados de la década del 80 el volumen del comercio exterior de esos países correspondía al 33% de su PBI y a mediados de los 90 representaba el 43%. El flujo de capitales privados hacia los países en desarrollo se cuadruplicó en la primera mitad de la década actual, pasando a constituir el 60% de los flujos de capital neto activo a largo plazo. La participación de los países en desarrollo en las inversiones directas a nivel mundial aumentó del 23% a mediados de los 80 a más del 40% en 1994. Hay que tomar en cuenta, sin embargo, que de esa evolución participa sólo una docena de países en desarrollo.

Los defensores de la globalización afirman que ella crea oportunidades para un desarrollo social y ecológicamente sostenible, sobre todo para las regiones hasta 3 ahora menos desarrolladas (Neue Zürcher Zeitung, 4/2/97). Por lo que respecta a América Latina, Ramos sostiene en un estudio reciente, que el atraso competitivo de la industria latinoamericana puede convertirse en una ventaja: permitiría saltar etapas y entrar en una trayectoria de rápido crecimiento, siempre que la ortodoxia neoliberal no inhiba la implementación de políticas de fomento adecuadas.

Tanto los pesimistas como los optimistas se preocupan fundamentalmente por las consecuencias del proceso de globalización para los Estados nacionales y la política. La opinión más generalizada es la tesis de la declinación, según la cual la globalización está socavando la soberanía de los Estados nacionales y abriendo paso a una «nueva Edad Media» –tal el título de un best-seller sobre el tema. Algunos autores hablan del surgimiento de una sociedad informática de dos clases: la globalizada de los ‘alfabetizados digitales’ –Reich habla de «analistas simbólicos» (pp. 189 y ss.)– que vive mayoritariamente en los países industrializados, y la clase de quienes no disponen de sistemas de información y comunicación ni de posibilidades de participación, y –puede agregarse– de trabajo.

Como consecuencia de la acelerada evolución tecnológica y del rol preponderante que le cabe a la informática y a la comunicación en la era posfordista, el mercado de los servicios de telecomunicaciones se ha convertido en el más dinámico de la actualidad. Según un estudio del European Information Technology Observatory (EITO) de 1996, en 1995 el movimiento total llegó a un billón trescientos mil millones de dólares y el crecimiento mundial promedio de ese mercado se ubicaba en el 8%. Se calcula que para el año 2000 las ganancias llegarán a los 650.000 millones de dólares y que la participación del sector en el producto bruto mundial alcanzará el 2,4% (Neue Zürcher Zeitung, 7-8/12/96, p. 15). 



Desglobalización
Gregorio López – Consejo Científico de ATTAC España




Podemos acercarnos a definir el actual estado del capitalismo senil con la reflexión de Bertolt Brecht (1940 aprox.) sobre las relaciones de dominación/sumisión entre pececillos, tiburones y hombres. Y claro, seguro que un deseo compartido por la mayor parte de la humanidad sería el de tratar de alejarnos lo más posible de una situación así, de la que sólo acertamos a hacernos una idea en términos literarios, o quién sabe si ya estamos viviendo en ella.


2.1. Reflexiones sobre el estado del mundo

Los tiempos que nos tocan vivir, no solo los últimos cuatro años, sino los cinco siglos transcurridos desde el comienzo de la Edad Moderna, han supuesto un auge continuado de las fórmulas de organización social, política y económica vinculadas con un capitalismo oligopolístico e imperialista.

Si enlazamos la letra “E” de “economía” y “esperanza”, deberíamos poner al servicio de las personas una ciencia social cuyo objetivo no debe ser otro que el de la satisfacción de las necesidades básicas del conjunto de la humanidad con respeto a los derechos humanos y a los derechos de la Naturaleza. Según la Real Academia Española, “esperanza” es el “estado del ánimo en el cual se nos presenta como posible lo que deseamos”.

Por tanto, si la economía que ahora se estudia en las facultades y se pone en práctica sobre el mundo real no nos permite hacer realidad nuestros deseos de justicia y paz social PARA TODOS LOS PUEBLOS DE LA TIERRA, es que algo falla. Desgraciadamente, la Unión Europea es uno más de los bloques regionales que en alianza con el gran capital transnacional se reparten el mundo con criterios mercantiles, imponiendo las reglas del juego a través de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, la Organización Mundial de Comercio y el Banco Mundial. Posiblemente a la mayoría de la ciudadanía de Europa, la de la cuna de la democracia y los derechos humanos, le gustaría que el proyecto de construcción europea tuviera una cara más amable hacia otros pueblos de la Tierra, pero sin embargo, la tan socorrida frase de “la Europa de los mercaderes frente a la Europa de los ciudadanos” tiene cada vez más vigencia.

En 2011, justo cuando acababa de cumplir los 90 años, el pensador francés Edgar Morin publicó La vía. Para el futuro de la humanidad.
En este libro reflexiona sobre los principales problemas a los que se enfrentan nuestras sociedades imbuidas por la globalización, la occidentalización y el desarrollo.

En la introducción de este libro su autor señala que “(…) los habitantes del mundo occidental u occidentalizado, sufrimos, sin ser conscientes de ello, dos tipos de carencias cognitivas:
- la ceguera propia de un modo de conocimiento que, al compartimentar los saberes, desintegra los problemas fundamentales y globales que exigen un conocimiento interdisciplinar;
- el occidentalocentrismo, que nos coloca en el trono de la racionalidad y nos da la ilusión de poseer lo universal.

Por lo tanto, no es sólo nuestra ignorancia, también es nuestro conocimiento lo que nos ciega” (Morin, 2011,19-20).

“El crecimiento se concibe como el motor evidente e infalible del desarrollo, y el desarrollo como el motor evidente e infalible del crecimiento. Ambos términos son, a la vez, fin y medio el uno del otro (…) En las condiciones de la globalización neoliberal (privatización de los servicios públicos y de las empresas estatales, retroceso de las actividades públicas en provecho de las actividades privadas, primacía de las inversiones especulativas internacionales, desregularización generalizada), la explosión de un capitalismo planetario sin frenos, desde la década de 1990, ha amplificado todos los aspectos negativos del desarrollo. El aumento permanente de las rentas del capital en detrimento de las del trabajo acrecienta constantemente las desigualdades. El desarrollo, por lo tanto, ha aumentado el número de trabajadores esclavizados en China, en India y en numerosas regiones de América Latina. El abandono de la agricultura de subsistencia en aras de los monocultivos industrializados para la exportación expulsa a los pequeños campesinos o a los artesanos, que gozaban de una relativa autonomía al disponer de sus policultivos o de sus herramientas de trabajo, y transforma su pobreza en miseria en los bidonvilles de las megalópolis (…)
El desarrollo, que pretende ser una solución, ignora que las propias sociedades occidentales están en crisis a causa, precisamente, de ese desarrollo, que ha segregado un subdesarrollo intelectual, físico y moral. Intelectual, porque la formación disciplinar que recibimos los occidentales, al enseñarnos a disociarlo todo, nos ha hecho perder la capacidad de relacionar las cosas y, por lo tanto, de pensar los problemas fundamentales y globales. Físico, porque estamos dominados por una lógica puramente económica, que no ve más perspectiva política que el crecimiento y el desarrollo, y estamos abocados a considerarlo todo en términos cuantitativos y materiales. Moral, porque el egocentrismo domina sobre la solidaridad. Además, la hiperespecialización, el hiperindividualismo y la falta de solidaridad desembocan en el malestar, incluso en el seno del confort material” (Morin, 2011, 24-28).
En palabras de Walden Bello (2004, 137-138) “La desglobalización no implica dejar de lado la economía internacional. Se trata más bien de encauzar las economías de modo que la producción, en lugar de estar enfocada fundamentalmente a la exportación, se oriente hacia el mercado local (…) Este enfoque, además, subordina conscientemente la lógica del mercado, la búsqueda de la rentabilidad de los costes, a valores como la seguridad, la equidad y la solidaridad social”.
Más adelante Bello (2004, 139) afirma que “La desglobalización o la recuperación del poder local y nacional, sólo se pueden conseguir dentro de un sistema alternativo para regir la economía global (…) Hoy en día lo que hace falta no es otra institución global centralizada, sino que el poder global esté menos centralizado, y se forme un sistema pluralista de instituciones y organizaciones relacionadas entre sí, guiadas por amplios y flexibles acuerdos”.


2.2. Desglobalizar para poner a las personas en primer lugar

No es posible creernos que avanzamos cuando la cuneta de nuestro camino está repleta de desposeídos, cuando la inmensa mayoría de la humanidad no tiene posibilidades de abrir estelas hacia una vida digna. Como señala Arnaud Montebourg (2011, 19), “El ciclo loco de la globalización es un pozo sin fondo, una máquina desajustada cuyo carburante es encontrar continuamente gente más pobre y más dócil”.
“La globalización no es un fenómeno que afecte a un puñado de ejecutivos que hablan inglés y toman el avión cada tres días; la globalización no es una burbuja con la cual la gente corriente no tenga nada que ver. Al contrario, se ha convertido en el denominador común, en lo que los une sin que ellos lo sepan, como una especie de cordón invisible y fatal entre todos los trabajadores, sea cual sea su país y trabajen donde trabajen en las economías del mundo” (Montebourg, 2011, 22-23).
La competencia y la competitividad lo inunda todo, en cambio la cooperación entre iguales ha sido desterrada del lenguaje político, “Porque, desde hace varias décadas, los Estados europeos, compitiendo entre ellos y compitiendo con el resto del mundo, se han lanzado a una carrera mundial a ver quién cobra menos impuestos, imitando a Estados Unidos, que ya empezó con esta política en la década de 1980. Las reducciones de impuestos y de cotizaciones sociales sobre los beneficios de las empresas, sobre las grandes fortunas, sobre los patrimonios y las rentas más altas no han hecho sino extenderse, en una carrera suicida por resultar más atractivos, estimulada con arrogancia y vulgaridad por los paraísos fiscales, que los Estados se guardarán muy mucho de desmantelar (…) En la competencia fiscal desenfrenada que han iniciado los Estados del norte, no hay otra salida más que la destrucción de la protección social y los servicios públicos, y el incremento estructural de la deuda pública, con las medidas finales injustas que eso conlleva” (Montebourg, 2011, 32-33).
2.3. Desglobalizar para reequilibrar las fuerzas del trabajo y el capital
Una característica  del proceso de globalización de las últimas décadas ha sido el fenómeno de la progresiva concentración de la renta a favor del capital (beneficios) y en contra del trabajo (salarios). Además, dentro del ámbito del capital, la concentración del poder y la plusvalía se ha alineado con las empresas transnacionales y financieras en contra de las PYMES y las de naturaleza productiva. Ello ha provocado que las desigualdades sociales y las concentraciones de poder en el mundo se agudicen hasta extremos nunca antes alcanzados en la historia de la humanidad.
De ahí que la desglobalización suponga una “reacción a favor del trabajo y contra los dividendos, la reacción a favor de la industria y contra las finanzas, la reacción a favor de la creación contra las rentas” (Montebourg, 2011, 45). Y aquí es donde entraría en juego un “proteccionismo de nuevo cuño”, que “no es un proteccionismo del miedo al otro, sino un proteccionismo cooperativo, de la inteligencia y la generosidad, de la mutación colectiva, un proteccionismo altruista y solidario porque organiza concretamente el renacimiento o la construcción en cada uno de los países de un mercado interior, de una agricultura y una industria fuertes (…) Es un proteccionismo de desarrollo y emancipación, que garantiza a los pueblos el derecho a decidir” (Montebourg, 2011, 46-47).
Para Walden Bello (2004), en el camino hacia la desglobalización “Las decisiones económicas estratégicas no pueden dejarse en manos del mercado ni de los tecnócratas. Todas las cuestiones vitales –determinar qué industrias hay que desarrollar, cuáles conviene abandonar progresivamente, qué parte del presupuesto del Estado hay que dedicar a agricultura- deben por el contrario ser objeto de debates y decisiones democráticas. El régimen de la propiedad debe evolucionar para convertirse en una ‘economía mixta’ que incluya a las cooperativas y a las empresas privadas y públicas pero que excluya a los grupos multinacionales. Las instituciones mundiales centralizadas como el FMI o el Banco Mundial deben ser sustituidas por instituciones regionales construidas no sobre la economía de mercado y la movilidad de los capitales, sino sobre principios de cooperación”.
“Una estrategia de desglobalización para la UE consistirá en establecer unas condiciones sanitarias, medioambientales y sociales para la importación de los productos, haciendo respetar en primer lugar unas normas fundamentales de la Organización Internacional del Trabajo, que protegen a los trabajadores (…) Abriremos nuestros mercados como contrapartida al respeto de dichas normas, o los cerraremos en el caso de que no se observe progreso alguno” (Montebourg, 2011, 56-57).
“La desglobalización es, por último, un programa para una Europa sin proyectos, zarandeada por las crisis económicas y financieras, que no ve que el libre comercio y la competencia generalizada son para ella el principio del fin. La autodestrucción de Europa está programada, la desglobalización es su salvación. Pero ésta deberá pasar por Alemania” (Montebourg, 2011, 62).



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